domingo, 16 de junio de 2013

309.

Tanto tiempo sin llamarte: mi amor. Tanto tiempo sin escribirte. Esta vez solo vos sabes que me dirijo a vos. Te juro que fue necesaria la distancia de un adiós y el tiempo de varios silencios para poder atreverme a esto. Te vas a preguntar por qué lo hago acá y de esta manera. El hecho, la verdad, es que te extraño tanto que todavía a veces lloro. Te busqué, no en otros brazos, sino en otras miradas que no tenían tus ojos, en otros labios que cerraron los míos, en otras caricias que no me hicieron olvidar las nuestras. El olvido se me fue de las manos, y hasta la fecha me es imposible decir cómo, cuándo y dónde dejarte atrás. Imaginate cómo lo pasé que llegué a envidiar los que aún no te conocen, porque ellos pueden soñarte a placer sin la angustia de saber que realmente existís. A estas alturas, ya todo es tarde. 
Nada de esto fue en vano. Siempre creí que el arrepentimiento era el analgésico de los moralistas y el anestésico de los cobardes. Y, hoy por hoy, sigo valientemente orgullosa de haberlo intentado, de haber perdido todo y haber sentido lo que vos me hiciste sentir. Me dolió hasta decir basta, me herí aún convaleciente. Quien no haya fracasado como nosotros no tiene ni puta idea de hasta dónde se puede creer, querer y caer. 
Ahora con el deseo roto y la intuición dañada, uno intenta recobrar algún resquicio de credibilidad, primero ante uno misma, después ante los demás. Poca gente te viene a decir que hiciste bien en fiar, fiarte, confiar y confiarte. Por último, se puso en evidencia que crecer es aprender a despedirse. Supongo que no te va a importar que te lo diga ahora. Creo que nunca voy a estar segura de haberlo dejado con vos. Y eso es precisamente lo que te hace grande, lo que nos hizo grande a los dos. 
Si crecer es aprender a despedirse, vos me enseñaste a no querer despedirme, por mucho que no lo hayamos conseguido.